NUMINOR: ROUSSEAU, PRECURSOR DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Por Agustín Almanza Aguilar

09 / Octubre / 2015

Yo doy vida a una empresa sin igual, que no tendrá imitadores, quiero demostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de su naturaleza; y ese hombre seré yo. Yo solo. Escucho mi corazón y conozco a los hombres. Yo estoy hecho de una forma diferente a la de todos aquellos que he visto; me atrevo a creer que estoy hecho de una forma distinta a la de todos los que existen.

Con esta orgullosa declaración de alteridad en relación con la gran muchedumbre de los hombres corrientes, comienza el libro de las ‘Confesiones’, la autobiografía que Rousseau escribió en su vejez.

Sin embargo, en la vida cotidiana él no era así, es decir, un hombre sin vacilaciones y fuerte, sin arrepentimientos, orgulloso de su pasado; un auténtico dominador de su tiempo. Era tímido y débil, y gran parte de su vida fue como una larga adolescencia, alcanzando la gloria antes que la madurez de espíritu; la claridad de los juicios antes que la firmeza de la voluntad; la independencia de elegir un camino ‘a contra corriente’, antes que la energía suficiente para separarse de la sociedad vana y dorada que amaba y odiaba al mismo tiempo: nunca alcanzó la paz del espíritu.

Nació en Ginebra, en 1712, en un entorno calvinista, que abandonaría para ir errante por varios países y conociendo personas distintas, pero siempre sin amigos, sin cultura, y sin dinero, viviendo al día, sin encontrarse a sí mismo, sin encontrar el camino ‘verdadero’ que le satisficiera interiormente. Cosa curiosa: escribía música. En esa época trabajó como copista en cualquier sitio. Entonces llegó a los 24 años, y decidió estudiar en serio, para formarse una cultura que le permitiera penetrar en aquella refinada sociedad aristocrática que había conocido gracias a una hermosa protectora, Madame De Warens, y a partir de entonces comienza la intrincada historia de sus contradictorios sentimientos con respecto a esa sociedad: amor y odio, atracción y repulsión, ansia de formar parte de ella para dominarla y al mismo tiempo, el deseo de verla destruida, sustituida por algo más auténtico, más humano.

En París se establece al dejar su errante vida, y encuentra la gama, que se e dio gracias a obras literarias del género que aborrecía, como obras musicales con argumentos mitológico-amorosos, dulzonas y falsas. Pero, como haya sido, su estilo, apasionado y tempestuoso, y aún más su gallardo aspecto, su sutil ingenio y la dulzura de sus maneras le abrieron las puertas del gran mundo, de aquella aristocracia francesa que desperdiciaba su tiempo en ingeniosas bagatelas, a la sombre de una monarquía que favorecía tan lujoso despilfarro, mientras oprimía a la mayoría de os ciudadanos.

La eterna obsesión volvía, empero –aun gozando él mismo de aquellos placeres-, a su conciencia: la profunda injusticia de aquella sociedad que había hecho de los hombres, libres e iguales, unos auténticos esclavos. Esta conciencia fue el reporte impulsor con que Rousseau se decidió a escribir sus libros más ‘explosivos’: ‘El discurso sobre los orígenes de la desigualdad’ (1754), donde marca con fuego la civilización de su tiempo, que había corrompido la pureza de vida y de las costumbres del estado natural. También redactó el ‘Emilio’ (1762), donde propugnaba un nuevo sistema de educación basado en un revolucionario método: abolir la cultura y las nociones ‘oficiales’, para dejar que actuara la naturaleza. Y, finalmente, ‘Del Contrato Social o Principios de Derecho Político’ (1762), donde, para su tiempo, se atrevió a hablar de monarquías absolutas detentadoras de todos los derechos, de democracia, y del derecho inalienable de los ciudadanos a elegir la estructura del gobierno que les pareciera oportuno. Y, pues, ¡zas! Los poderosos se lanzan sobre sus huesos, ya que tales publicaciones no hacen otra cosa que operar un drástico cambio en la benevolencia de aquellos en odio y en enconada persecución. Y no hubo de otra más que huir, otra vez a peregrinar por países. Y llegó al grado de escribir páginas y páginas pidiendo perdón, como si quisiera disculparse por haber osado gritar aquello que consideraba la verdad. Ante esto optó por alejarse del mundo, encerrándose en uno de sus refugios del campo, en contacto con la naturaleza, donde escribía y escribía, y así, en uno de esos periodos de soledad murió, estando de huésped en el castillo de Ermenonville. Corría el año de 1788.

Murió precisamente cuando sus ‘escandalosos’ libros difundían poco a poco las novísimas ideas de libertad, igualdad por aquella Francia que corría, inexorablemente, hacía la Revolución.
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