Numinor: La tenebrosa historia de la Silla Eléctrica

Ángel Agustín Almanza Aguilar

28 / Abril / 2016

Un trabajador ‘pegado’ a un generador de corriente, un inescrupuloso quemador de animales y una dura lucha entre Westinghouse y Edison para conseguir la concesión del tendido eléctrico en Estados Unidos enmarcaron el nacimiento del temible artefacto.

Con estas palabras la investigadora Genoveva Caballero nos introduce a su estudio sobre el origen de la Silla Eléctrica, subrayando que tal instrumento de ejecución no fué inventado por un factor humanístico de misericordia, sino por interés monetario.

El estadounidense Thomas Alva Edison podría haberse conformado con patentar el fonógrafo o la primitiva lamparita eléctrica con filamento de carbono, y su compatriota George Westinghouse con inventar el freno de aire comprimido para los ferrocarriles y el medidor de gas natural. Pero los dos eran implacables hombres de negocios y la pugna entre ambos tendría consecuencias imprevistas para varias generaciones de condenados a la pena capital.

Edison pretendía ofrecer a las urbes de Estados Unidos corriente eléctrica continua, de baja tensión, conducida por cables subterráneos; Westinghouse, por el contrario, era partidario de la corriente alterna de alta tensión conducida por cables aéreos: lo que estaba en juego, en efecto, era el cableado y suministro eléctrico de las grandes ciudades.

Se nos cuenta que un inesperado acontecimiento vino a contribuir a arrojar algo de luz a esa disputa por la corriente: un dentista llamado Albert Southwick, al ir caminando por una calle de la ciudad de Buffalo, al norte del estado de New York, vió a un obrero tocar las terminales de un generador eléctrico y contempló como moría carbonizado de manera rápida. Creyó, por consecuencia que no debió haber sufrido, lo que refería el suceso a un amigo, el senador David McMillan, quien a su vez compartió la información al entonces gobernador de Nueva York, David Bennet Hill. Este andaba en busca de un método distinto a la horca, cada vez más criticada, y pidió a los congresistas se tomara en cuenta la electricidad para reemplazar a aquella manera de ejecución.

La trágica anécdota llegó a oídos de Edison, lo mismo que los efectos en el gobierno de los EUA, y, con la idea de que el generador tocado por aquel obrero era de corriente alterna, de los usados por la firma ‘Westinghouse’, y –aún más– sabiendo que el operario era trabajador de dicha empresa, ni tardo ni perezoso, comenzó a lanzar a los cuatro vientos que esa corriente rival era sumamente peligrosa Y que la propuesta de él era más segura, pero sus adversarios enfatizaban que la propuesta de Edison conllevaba erogaciones caras, además de insuficientes.

Para contrarrestar las acusaciones de la Westinghouse, cuentan las bífidas lenguas que Edison contrató a un embaucador profesional, dizque inventor e ingeniero electricista, apareció de ciudad en ciudad cargando a cuestas una silla pequeña, dizque –repetimos con licencia– obra de él. Su espectáculo consistía en sentar en ella, atado, a un animal y le aplicaba la corriente alterna de la ‘Westinghouse’, friendo literalmente a la pobre criatura. Se narra que así ‘achicharraba’ a perros, gatos, y hasta caballos y vacas ¡oh! Edison elogió estentóreamente los experimentos de ese inventor, cuyo nombre era Harold P. Brown, y con ello el clímax de su batalla, en New Jersey (1887), con el sacrificio público de una docena de animalitos empleado –¡claro!– la ‘peligrosa’ corriente alterna. Surgiría entonces la popular palabra ‘electrocución’.

Fue en el año de 1888 cuando el gobernador de Nueva York firma el decreto que establecía, como método legal, la ‘Silla Eléctrica’ para la ejecución de criminales, eligiendo para ello, por supuesto, la corriente alterna, desoyendo la patéticas protestas de la ‘Westinghouse’, quien se negaba a prestar sus aparatos para matar delincuentes, y no porque su dueño, míster George, fuera un ser humanitario ni compasivo, sino porque no quería que su método fuera asociado con la muerte.

Ernest Chapeleau –¡aplausos!– tuvo el grandísimo honor de inaugurar la Silla Eléctrica. Era un francés nacionalizado estadounidense, que estaba encarcelado en la prisión neoyorquina de Sing Sing –¡que orgulloso se ha de haber sentido ante la noticia de que iba a hacer ‘achicharrado’ históricamente!–. Pero –¡oh nó!– algo falló Y, aunque con quemaduras de tercer grado, salió vivo del esperado evento. Cosa curiosa: como su sentencia ordenaba únicamente ser ejecutado en la Silla Eléctrica, no se insistió, pues aquella no especificaba el ejecutado hasta morir, como dicta ahora la legislación. Pero que entra al quite un verdulero alemán, William Kemmler –¡faltaba más y faltaba menos!–, de 40 años de edad, que estaba acusado de matar a su mujer de ‘cariñosa’ manera: a hachazos. Era el año de 1890. Y –¡otra vez los ‘duendes!–, cuando el generador alcanzó los 700 voltios, voltaje óptimo, según los técnicos, para matar, el reo se convulsionó. ‘¡Va de nuez!’ ahora fue con mil treinta voltios, por más de un minuto. Una nube humo revoloteaba la cabeza del méndigo verdulero, hasta que llegó el ‘adiós mundo cruel’. Ante esto Mr. George Westinghouse, por la crueldad sabida en el caso, llegaría a externar edulcoradamente: lo hubieran podido hacer mejor con un hacha

La Silla Eléctrica –triunfo de Edison– fue el método más generalizado de ejecución en USA, hasta mediados de los años 1980, siendo sustituido por la Cámara de Gas, y luego vendría la inyección letal.

El funesto ‘debut’ de la Silla Eléctrica fue en el 1881, o sea ya hace 135 años, habiendo nacido por obra y gracia de una batalla económica, al cabo perdida por el también amante de las siesta, Edison.


GARAJE: Nos cuenta el payaso ‘mamoncito’ que un condenado al ‘achicharramiento’ en ese instrumento de justicia humana, cuando le inquirieron sobre que elegía, si la silla eléctrica o la cámara de gas, éste se inclinaría por la segunda opción; achicharrado aquí y luego tatemado en los infiernos, como que no vá; el gas debe ser menos doloroso, filosofaba socráticamente y, así luego, le vendaron los ojos, lo mantuvieron parado, y entonces el verdugo gritó: ¡ábrase la puerta! y se abrió, pero una en el techo que estaba directa a la cabeza del condenado -¡le había robado un centavo a un político!-. Luego entonces, de allá arriba, se oyó otra voz: ¡el gaaas, el gasss! Y, ¡sopas! Que le avientan un tambo lleno de gas en correcta verticalidad sobre la ‘choya’ o sesera, como quiérase adjetivar Y, yá es todo.