¡Ay!, ¡Los abuelos!

28 / Agosto / 2018

FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR

Yaki, Juanito y Erik son los nombres de mis únicos tres nietos. Juntos los tres parecen formar un ejército de cuatro mil soldados y además de todo son unos destoyers de primera, sobre todo el último de ellos. Tiene un año más nueve meses pero es un vago de primera.

Yo creo el Werik bien escalaría el Everest sin tanta dificultad. La otra vez lo sorprendí colgado de una de las partes laterales de la pila jugueteando con el agua. Salta y brinca por los sillones, empuja sillas y mesas con más facilidad que Sansón. Abre y cierra el refrigerador no menos de 768 veces al día y corre cual saeta desenfrenada.

Así era Juanito cuando estaba más pequeño, mientras que a Yaki le da más por la investigación. Y no es por presumir, pero, ¡Qué lista es mi chiquilla!

Juanito apenas acaba de ingresar a la escuela. Acude al Jardín de Niños María Montessori. El primer día de clases llegó feliz a su aula, pero tan pronto como dejó mirar a su mamá, no paró de llorar.

Ayer fui a recogerlo y al apersonarme en su salón miré un letrero que decía: Se les avisa que mañana debe venir el abuelo a la abuela por el niño. Luego supe por qué: ¡Es día del abuelo!

De regreso a casa empecé a reflexionar: El amor perfecto, a veces no viene hasta el primer nieto. Creo por lo tanto que uno de los tesoros que guardan los años es la dicha de ser abuelo.

Yo tuve cuatro abuelos maravillosos, dos por la línea paterna y dos por la materna. Dionisio Nieves y Nicasia López fueron mis abuelos paternos. Ambos nacidos en Jala. Ahí tengo mis raíces.

Lamentablemente no tuve la fortuna de conocer a ninguno de los dos; pero me cuentan que Dionisio era un hombre espigado de estatura, tez blanca y complexión regular. Nicasia era chaparrona y de piel morena clara.

Habitaban una finca de la calle Revolución, pero gran parte de su tiempo la pasaban en un vetusto caserón ubicado en la esquina de las calles Hidalgo y México –precisamente en el sitio donde hoy funciona una tienda de abarrotes, regenteada por el actual Marcelino Santana-.

En ese lugar, mi abuelo Dionisio estableció una panadería, allá a finales del siglo XIX; y es de ahí precisamente de donde viene la tradición de la panadería de Los Nieves.

Mi abuela Nicasia –dicen los que la conocieron- era una mujer hacendosa y extremadamente noble y pudiéramos decir que huidiza. Eran también los dueños del punto conocido como El Rincón de los Santos, allá en Jala, pero en realidad es muy poco lo que se sabe de mis dos abuelos paternos.

Por la línea materna debo destacar la figura de mi abuelo Abundio Aguilar, quien nació justamente en el último año del siglo XX, es decir en 1900.

Los padres de mi abuelo Abundio fueron Luis Aguilar y Serapia Pérez, oriundos de Ahuacatlán y tenían su domicilio en una choza que se ubicaba cerca de aquel ojo de agua conocido como Atotonilco, en una franja que se localiza al pie del Cerrito del Chiquilichi.

La familia Aguilar identificaba esa área como El corralito y ahí se sembraba máiz y hortalizas; pero a mi abuelo le tocó plantar también el pitayal que por ahí emerge, además de unos ciruelos y guayabos.

Mi abuelo Abundio, tal y como lo he contado en otras ocasiones, abandonó su hogar a la edad de 14 años para enrolarse con las huestes de Pancho Villa.

Un buen día echó dos mudas de ropa a un costal, se fajó su pistola y pidió a sus padres que le dieran su bendición, Me voy con Pancho Villa, les dijo. Corría el año de 1914 y, después de algunos días arribó al estado de Chihuahua.

Al parecer corrió con mucha suerte, pues de inmediato fue dado de alta en las tropas de Pancho Villa. A sus superiores les causaba gracia que un chico de apenas 14 años hubiera solicitado su ingreso a las huestes del General.

Mi abuelo anduvo en la reyerta revolucionaria al lado de Pancho Villa. Una ocasión, durante un enfrentamiento, tuvo el buen tino de recostarse en medio de los surcos, simulando que lo habían matado.

Después de tres o cuatro años se le ocurrió desertar; dejó de lado carabina y carrillera; pero antes enamoró a una preciosa mujer Chihuahueña de trenzas largas y de algunos 15 años de edad, llamada Ana Díaz.

Con suma habilidad logró convencerla para que lo acompañara hasta Ahuacatlán para hacer vida marital. No la raptó. Mi abuelo regresó de Chihuahua en compañía de esta mujer y de una pequeñina llamada Concha, hija de Ana. Era la hijastra de mi abuelo.

Ya establecida en Ahuacatlán, doña Ana Díaz se convirtió en mi abuela, pues entre ella y mi abuelo Abundio engendraron a mi madre Efigenia –o Geña- como la conoció la mayoría.

Dicen que mi abuela Ana era un alma de Dios. Así lo contaba Dorotea, aquella mujer que acarreaba agua de Atotonilco; pero una repentina enfermedad la condujo a la tumba, dejando viudo a mi abuelo Abundio, quien sin embargo no perdió el tiempo casándose enseguida con doña Pachita Sánchez, oriunda de Ranchos de Arriba, municipio de Ixtlán del Río, con quien compartió casi la mitad de su vida.

Abundio murió en abril de 1963, cuando yo apenas frisaba en los cinco años; pero aún guardo algunas imágenes de él, en vida: Alto de estatura, moreno claro, fuerte, correoso

Por eso, ahora que se celebra el Día del Abuelo traje a mi memoria a esos cuatro seres. Mis abuelos, quienes desde algún lugar salpican mi vida con una especie de polvo de estrellas.