Numinor : Pequeña historia de un gran villancico navideño

Ángel Agustín Almanza Aguilar

13 / Diciembre / 2018

Sin un centavo en sus bolsillos, en l848 moría de pulmonía un viejo sacerdote y, en l863, a los 76 años de edad, le seguía un viejo maestro de escuela, ambos amantes de la música y amigos que convivieron buen tiempo en un pueblito austríaco, Oberndorf, cerca de Salzburgo. Se trataba de JOSEPH MOHR y FRANZ XAVER GRUBER, respectivamente, compañeros cuando el primero tenía 26 años y el segundo 31 años.

Mohr, a la sazón, oficiaba en la iglesia de San Nicolás y, en aquella próxima festividad de Navidad del año de l818, la preocupación se reflejaba marcadamente en su juvenil rostro, ¿Por qué? Por la sencilla razón que acababa de descubrir de que el órgano estaba severamente dañado; el viejo instrumento musical se negaba a participar con su alegría para la celebración especial de esa fecha: las campanas no tardarían en llamar a ‘misa de gallo’

Temprano, ese día, la gente se bullía contenta, llevando velas, dulces y frutas a sus hogares que ya tenían sus abetos recién cortados para la noche conmemorativa del nacimiento del Niño Dios. La nieve seguía cayendo, suave y tenazmente, sobre los techados de las casas de madera y piedra de aquél risueño rinconcito del planeta.

El joven párroco tenía talento para la música; de más corta edad se había ganado la vida cantando y tocando en público el violín y la guitarra: era hijo ilegítimo de una costurera y de un soldado. En cierta ocasión llamó la atención de un clérigo por sus dones espirituales, y lo convenció a que entrara a un seminario, cosa que hizo y, años más adelante, se recibía como sacerdote. Corría el año de 1815, y sería ubicado en la pequeña iglesia arriba citada.

Aquella tarde, reflexionando en que la guitarra no encuadraba bien con villancicos, decidió componer una letra al respecto: el tiempo estaba sobre su cabeza. Presto a la acción, tomó papel, pluma de oca y tinta, partiendo de la imágen de un grupo familiar que había visitado, centrándose en la madre con un niño en brazos, bien abrigado a causa del frío invernal. La letra comenzó a fluir. Su mente se centraba en aquel maravilloso y divino nacimiento de Belén, en el humilde pesebre Stille Nacht, Heilig Nacht, comenzaba a cobrar forma; versos sencillos, como un poema infantil, relatando el milagro de la navidad: arrullando al niñito Jesús, brilla la estrella de paz. Pero faltaba la música. Pensó en su buen amigo Gruber, un buen compositor.

Franz era alguien que había ocultado a su padre su afición a la música ya que siempre aquél le remarcaba que eso no daba para comer pero, cuando lo oyó, no dudó en permitirle continuara sus estudios musicales. Era muy estimado por los vecinos de Oberndorf pues prestaba sus servicios en el coro de la iglesia como organista. Daba clases en una aldea vecina, Arnsdorf, y hasta allá fue Mohr a plantearle su inquietud y mostrarle su texto, mismo que fue de su agrado y le prometió trabajar en él para tenerlo a tiempo en la misa de gallo. Mohr le había planteado querer una melodía para dos voces y guitarra. Franz se sentó al piano, mientras su amigo partía confiado, lleno de esperanzas.

Esa noche Gruber le mostraba el resultado: una melodía sencilla, con tres acordes básicos. Bien; se pusieron de acuerdo –el tiempo apremiaba–: Mohr tocaría la guitarra y cantaría, mientras Franz lo acompañaría con su voz de bajo, y luego el coro se les uniría, al final de cada estrofa, para entonar el estribillo.

Cuando llegó la medianoche y entraron los feligreses al templo esperando oír cimbrarse los cimientos y paredes con el potente sonido del órgano, se toparon con un gran silencio. Al salir a explicar el porqué de ello, lo de la ineficacia del órgano, el padre Mohr tomó su guitarra, la rasgueó y, según lo acordado, comenzó la historia oficial de esa hermosa canción navideña.

FINIS TERRAE: Que nazca en nuestro templo humano el divino niño y que la fé en Nuestro Señor JESUCRISTO sea eterna (AMGD).