Sonríe hombre, ¡Sonríe!

Francisco Javier Nieves Aguilar

20 / Diciembre / 2018

Salió de casa bastante enfadada. Se había levantado con la hora justa, iba a llegar tarde al trabajo y para colmo estaba lloviendo. Esa mañana ni siquiera desayunó, y todo el mundo que la conocía sabía que si Julia no desayunaba, el día sería fatal.

Salió del portal. Abrió el paraguas y se dispuso a caminar. Iba ensimismada en sus cosas cuando, de repente, miró al frente. Un extraño que caminaba en sentido opuesto al de ella, le sonrió. El día de Julia cambió y resultó ser una maravilla.

Ese extraño era Pedro, un chico de unos 27 años, apuesto, alto y con una gran sonrisa pintada en la cara. En el pueblo, nadie sabía nada acerca de él, pero todo el mundo lo conocía.

Le decían el sonrisas. Se pasaba el día caminando, con una sonrisa brillante y espectacular en su cara. Nadie podía explicarse el por qué de su permanente sonrisa. Y mucho menos se explicaban cómo conseguía alegrar el día a aquellas personas que recibían su sonrisa.

Sólo había una persona en todo el pueblo que sabía su verdadera historia:

- ¿Qué tal Pedro? ¿Has sonreído a mucha gente? -le preguntó Sofía.

- Pues la verdad es que sí ¡no puedes imaginarte la cantidad de personas que están tristes en este pueblo! -respondió Pedro-.

- Se preocupan demasiado el trabajo, el amor, los hijos, los complejos a cualquier cosa le atribuyen un problema.

- Sí y lo peor de todo es que no se dan cuenta de la suerte que tienen por el simple hecho de estar vivos. ¿Te has dado cuenta de lo bonita que es la palabra V-I-D-A?

- Sí, pero su significado lo es más.

- Mucha razón tienes. Bueno, a mí no me importa seguir sonriendo a la gente. Es un simple gesto por mi parte y consigo que una parte de ellos cambie para que puedan conseguir la felicidad.

- Cada día estoy más contenta de haberte conocido.

Pedro y Sofía se despidieron. Pedro se tenía que ir a trabajar. Y éste era su gran secreto: Trabajaba en una fábrica de sonrisas. Allí, la magia florecía en cada rincón. Podían ver quiénes necesitaban una sonrisa para ser un poco más felices.

Daban clases para aprender a sonreír con magia. Aprender a tener una risa contagiosa y verdadera. Y, ¿saben quiénes eran los profesores? ¡Los niños! Y es que no hay sonrisa más sincera que la de un niño.

Pedro y sus demás compañeros mágicos iban cada día por las calles del pueblo sonriéndole a la gente que necesitaba de su magia. Poco a poco, consiguieron que todos los habitantes fueran felices.

Un día, la fábrica, sus empleados y Pedro desaparecieron. Sofía nunca lo volvió a ver. Se dice que se trasladaron a otro lugar, para poder ayudar a otras personas a que sean más felices.

Si mañana alguien te sonríe por la calle, ya sabes dónde está Pedro y su fábrica de sonrisas.