La dolorosa infancia de Ángel

Por: Juan Fregoso

29 / Octubre / 2012

Estoy convencido que la vida es injusta con algunos seres humanos, que nacen con el sino de la desgracia, de la mendicidad, de la pobreza, que hiere, que muerde, que lastima, sobre todo cuando vivimos en una sociedad frívola que juzga y sentencia de manera implacable, sin que a ésta le importe si daña o no los sentimientos del ser humano que no pidió, por supuesto, venir a este mundo.

Pero así es la vida, nos dicen los viejos, sólo como una especie de justificación que tal vez vienen arrastrando desde que el tiempo es tiempo y ante la imposibilidad de rebelarse ante las reglas establecidas por un Dios que ha decidido, por alguna razón desconocida, darle mucho a algunos y a otros poco o casi nada. Visto así el mundo, es evidente que Dios no fue—ni parece ser justo—por más que la Iglesia proclame que los pobres tendrán como destino la Gloria cuando éstos mueran o trasciendan el más allá, en donde alcanzarán la felicidad que se les negó en esta tierra.
Y para que quiero la Gloria cuando ya esté muerto—diría Ángel—un niño que nació en medio de la pobreza, mirando a sus amiguitos disfrutar de casi todo, mientras que él prácticamente no tenía nada. Es cierto que Ángel tenía a sus padres—y muchos dirían—entonces estaba rico; es verdad que tener a nuestros padres es una bendición o una riqueza como se nos dice. Pero el hombre—cuando niño, sobre todo—necesita también de otras cosas complementarias que llenen su mundo infantil para su realización plena; el niño no puede ser niño cuando la naturaleza o una sociedad cruel le niega la posesión de ciertos bienes—y cuando me refiero a bienes, no me refiero a un materialismo inhumano—, sino a un simple juguete que le dé alegría e ilumine su rostro, que lo haga sentirse vivo—y por qué no, importante—, ¿por qué entonces se le niega ese derecho?

Ángel era hijo de un matrimonio humilde, ya lo dije, pobre. Su padre era campesino que sobrevivía de su jornal; su madre era una hacendosa mujer dedicada a los quehaceres del hogar. Ambos no tenían instrucción alguna, pero soñaban con darle a su hijo lo que ellos nunca tuvieron, querían que Ángel llegara a ser un gran profesionista; ese era el sueño de sus padres, pero el raquítico salario que percibía don Candelario apenas les alcanzaba para mal comer. Ángel vivía en ese ambiente paupérrimo, injusto; él y sus padres habitaban una casa con techo de palapa, paredes de lodo y piso de tierra salitrosa, era pues, un cuadro conmovedor que laceraba el alma tierna de Ángel, que en contraste veía que los demás niños de su edad vivían con sus padres en mejores casas y con comodidades. Quizá muchos piensen que un niño no percibe todos estos detalles, pero están equivocados, porque justamente en esa etapa es cuando el infante es mucho más perceptivo que los adultos, tal vez los psicólogos nos den la razón.
En Navidad, doña Catalina, —madre de Ángel—era la que más sufría al ver que a los compañeritos de su hijo les amanecían lujosos juguetes. Ellos eran tan pobres que no tenían para comprarle ni siquiera un modesto regalo a su hijo amado, quien veía con inocente envidia a los demás chiquillos jugar alegremente con aquello que les había traído El Niño Dios. Ella—doña Catalina—se preguntaba con cierta ingenuidad, ¿por qué su hijo no era tomado en cuenta por Dios?, ¿qué acaso por ser pobre el Ser Supremo no lo tomaba en cuenta? ¿Sería eso?, se preguntaba.

Entonces, con ese inmenso amor—que sólo una Madre le puede prodigar a su hijo—, con pedazos de madera se puso a construirle sus juguetes; sus delicadas manos fueron dándole forma a aquellos trozos de madero hasta convertirlos en pequeños carros, a los cuales les ponía ruedas de habas; también le fabricaba pistolas y otras obras que salían prodigiosamente de sus laboriosas manos, y finalmente terminaba contándole fantásticos cuentos a su vástago, que con todo aquello, era feliz, al grado de sentirse en igualdad ante sus amiguitos.

Pero doña Catalina no se sentía del todo contenta, porque ella hubiese querido regalarle algo más valioso o cuando menos algo igual a la de los amigos de Ángel, quien, sin embargo, con los juguetes hechos por las amorosas manos de su madre, se sentía completo, feliz, contento, alegre, porque en su inocencia ya estaba a la altura de los demás niños.
Ángel tenía entonces cerca de ocho años, cursaba el segundo año de primaria, y era un chiquillo inteligente, precoz, tanto que veía en sus padres como el más grande de los tesoros que Dios pudo darle; era un Ángel literalmente, muy sensible—sensibilidad heredada de su madre, a quien idolatraba en grado sumo—.Un día, sin saber qué era la riqueza, pensó que sus padres eran eso; su mayor riqueza, entonces qué más podía pedirle a la vida: con ellos lo tenía todoqué importaba que el Niño Dios no le trajera nada, Ángel así era—así fue feliz—hasta los diez años, cuando una extraña enfermedad comenzó a restarle sus fuerzaspoco a poco su semblante se fue tornando pálido y sus ojos negros como la noche también fueron perdieron el brillo del sol naciente, era obvio que la vida se le iba escapando lentamente.

¿Qué era lo que tenía Ángel?, se preguntaban sus padres. Pero no obtenían respuesta alguna, como tampoco tenían recursos para pagar la consulta de un médico para que éste les dijera el padecimiento que aquejaba a su hijo; su padre sentía una impotencia que rayaba en una ira feroz, pues se preguntaba y repreguntaba ¿por qué a su pequeño le pasaba todo aquello que él no alcanzaba a comprender? Renegaba entonces de la pobreza en que vivían y al mismo tiempo blasfemaba contra Dios a quien consideraba injusto porque en su rupestre opinión pensaba que ese Ser invisible se ensañaba con su pequeñín a quien tanto adoraba. Un día, lo visitó don Melquíades Montes, el hombre más acaudalado de San Francisco de Allende. Don Melquíades era rico, pero de nobles sentimientos y al enterarse de la situación por la que atravesaba don Candelario, decidió ofrecerle su ayuda incondicional.
Lo que tiene tu hijo, le dijo, ha de ser producto de su desarrollo; no te preocupes, toma este dinero y llévalo a la clínica, al médico, para que lo examineya él te dirá lo que realmente tiene; yo estoy seguro que no es nada grave y pronto con algunos mejunjes o vitaminas se pondrá bien el chamaco—le dijo en tono alentador don Melquiades—pero, ¡ánimo hombre!, todo va a salir bien.

Le dio una palmadita en el hombro y se fue, no sin antes decirle: mantenme al tanto, y si ocupas más dinero, no dudes en buscarme. Don Candelario accedió con un dejo de tristeza, pues quería creer ciegamente en las palabras de aquel hombre para quien alguna vez trabajó como jornalero y que inesperadamente le demostró su lado bueno; una parte de su personalidad que no le conocían la mayoría de sus peones, con quienes en el trabajo era enérgico, duro y exigente, pero ahora le manifestaba que tenía buenos sentimientos, puesto que también le había dicho al darle el dinero; ah, y no te preocupes por la deuda, porque no lo essimplemente te estoy ayudando porque veo que lo necesitas y es mi deber como ser humano echarte la mano, así que deja de preocuparte, pues lo que te estoy dando, te lo ofrezco de corazón, porque me nace, carajo. ¿Puedes entender eso?

Al día siguiente, al despuntar el alba, don Candelario en compañía de su esposa se trasladaron a San Jerónimo, el pueblecito más cercano donde había una clínica. Ángel iba ardiendo en fiebre, sufría convulsiones y un sudor frío le salía por los poros. Al llegar al centro de salud inmediatamente lo canalizaron al servicio de urgencias en donde una enfermera le prestó los primeros auxilios.

Al verlo, la joven mujer movió la cabeza en señal de preocupación: es necesario que a este niño lo vea el doctor Santillán, es el más competente en esta institución, dijo. Llamó al galeno y éste acudió presurosamente; auscultó a Ángel minuciosamentemiró detenidamente a sus padres de pies a cabeza, como queriendo decirles—y decirse él mismo—que ojalá no resultarán ciertas sus sospechas. Luego, soltó: es necesario hacerle a este niño unos análisis de sangre; hay que llevarlo al laboratorio del químico lo más pronto posible, ordenó a sus asistentes. Román Santillán tenía largos años de experiencia como médico, de hecho contaba con alrededor de sesenta años, años que le habían permitido ver todo tipo de enfermedades que con tal sólo ver el semblante del paciente podía emitir un diagnóstico, aunque este fuera apriorístico, pero por lo general, inequívoco. El doctor tenía como regla la duda—la duda es ciencia—se decía, y por eso recurría a los estudios clínicos completos antes de hacer una evaluación precipitada.
El médico Román Santillán era toda una autoridad en la medicina, sus propios colegas lo reconocían y lo admiraban por su profesionalismo: entre todos ellos, Santillán era un médico nato, un hombre que había nacido para la medicina, digno de portar la bata blanca que significa pureza entre muchas otras cosas.

Nunca—o pocas veces—se equivocaba en sus diagnósticos, y se caracterizaba por su franqueza al tener que dar una noticia benigna o fatal en torno a sus pacientes; en este aspecto para muchos era duro, implacable, aunque él sintiera el dolor de los familiares del enfermo; Santillán era de la idea que hay que decir la verdad, por cruel que sea, a decir una mentira piadosaesa era una de sus reglas invariables.