EL IV PODER

Por: Juan Fregoso

05 / Noviembre / 2012

*Eduardo El Güero Téllez, ejemplo de periodista

*Gracias a su ingenio, a su sagacidad y al amor a su profesión

*Supo llegar hasta el fondo del asesinato de León Trotski, entre otros trágicos sucesos
Manuel Buendía, el legendario columnista que hizo temblar al gobierno mediante su columna Red Privada, solía decir a sus alumnos que el auténtico periodista debe ser intrépido y sagaz si quiere ganarse las ocho columnas para el medio en que trabaje, si no quiere quedarse en la mediocridad. Y otra de sus enseñanzas consistía en repetir a sus alumnos que el periodismo es para aquellos que tengan el valor de escribir la verdad aun a costa de arriesgar su vida, si no están dispuestos a correr riesgos será mejor que se dediquen a otra cosa. Manuel Buendía tenía—y sigue teniendo—razón en sus argumentos, porque en esta profesión a cada instante se transita por el filo de la navaja, como quedó demostrado con su propio asesinato ocurrido en el sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado.

Eduardo Téllez Vargas mejor conocido como El Güero Téllez, fue un periodista completo, excepcional, como el modelo concebido por el columnista. Téllez se caracterizó por correr esos riesgos a que hacía mención Manuel Buendía, además de ser dueño de un prodigioso ingenio y un olfato detectivesco que lo llevaron a conseguir las primicias de importantes sucesos noticiosos. El Güero Téllez era tan astuto que lo mismo se hacía pasar como agente ministerial que como doctor, todo lo hacía en aras de ganar la nota principal, los riesgos poco le importaban porque era un verdadero periodista que amaba su profesión.

Todos los que emborronamos cuartillas para algunas publicaciones, anhelamos en más de alguna ocasión con protagonizar la clásica escena del periodismo, pero sólo un periodista entre diez mil logra este sueño en su vida. Los demás debemos conformarnos, si bien nos va, en ver una que otra vez que la noticia que trabajamos se lleva los honores de ser cabeceada. Sólo El Güero como el gran periodista que fue logró varias veces cumplir este sueño de detener las prensas para dar espacio al material que había reporteado.

Una de sus muchas hazañas fue el haber sido el primero en publicar fielmente el homicidio de León Trotski. Estos hechos sucedieron el 20 de agosto de 1940, alrededor de las de las seis de la tarde, cuando Eduardo Téllez, que en ese entonces colaboraba en Novedades, descolgó el teléfono y escuchó la voz del monje, el telefonista de la Cruz Verde, quien era viejo conocido suyo, que con voz llena de misterio le preguntaba: Oye, Güero, ¿sabes quién vive en la calle de Viena diecinueve? Al escuchar aquellas palabras el instinto de sabueso de Téllez, hizo que saltara como un resorte su cerebro. Sabía muy bien quién vivía en ese domicilio: León Trotski, asilado político y figura destacada a nivel mundial por ser el creador del Ejército Rojo Moscovita.

¿Qué fue lo que le pasó a Trotski?—interpeló lleno de impaciencia. No lo sé, pero fue algo grueso. Me pidieron muchas ambulancias, respondió su interlocutor. No bien había acababa de escuchar esto, cuando ya había colgado la bocina, se ponía el saco y se colocaba el sombrero, mientras llamaba a Genaro Olivares, el fotógrafo de guardia. Como tiro, en un taxi, se fueron para Coyoacán y llegaron al domicilio de Trotski. Téllez Vargas había hecho entrevistas anteriores al líder ruso y conocía muy bien que su vida corría peligro.

Ya que con anterioridad había sido víctima de un atentado en el que participaron, entre otros, David Alfaro Sequeiros, el famoso pintor. Cuando arribaron a Viena diecinueve, los reporteros llamaron a la puerta. Uno de los secretarios de Trotski les abrió, estaba pálido y demudado, bajo la crisis de una gran emoción, por eso en aquel momento, el hombre no reconoció al periodista y éste se aprovechó para decirle con voz enérgica, de mando: ¡Agente del Ministerio Público!, al tiempo que le mostraba la charola. El sujeto le franqueó la entrada y de este modo, la pareja de periodistas, llegó hasta el despacho de Trotski. Había un gran charco de sangre, el dictáfono y las sillas estaban tirados en el piso.

Aquí cayó el señor—dijo el secretario todavía alterado. Esto es con lo que le pegaron, expresó y entregó el instrumento que usan los aficionados al alpinismo, una especie de bastón lo suficiente sólido como para matar a alguien. El piolet empleado en la comisión del crimen tenía todavía huellas de sangre y masa encefálica. Olivares se dio vuelo tomando fotos del arma homicida como del resto del despacho. La cosa era como para ganar un premio periodístico (que en aquellos tiempos no se acostumbraban). Hecho esto, los periodistas abandonaron la casa antes de que llegara el verdadero agente del ministerio público.

Eduardo Téllez sobresalió en el medio periodístico por ambicioso. Tenía suficiente para armar más o menos una buena nota sobre el sensacional caso. Pero no se conformó y fue en busca de más pistas. En la sexta delegación, donde se ubicaba la Cruz Verde, había un cordón de policías que no dejaban pasar a nadie. Era preciso entrar al hospital, burlar el cerco policiaco, el problema era cómo hacerlo.

Entonces, El Güero Téllez—con el ingenio que poseía—se comunicó con el doctor Rubén Leñero, director del sanatorio, a quien le pidió que lo dejara entrar. Éste le respondió que su petición era absurda, que ni siquiera los ministros de la Suprema Corte podían entrar. Peroel doctor le insinuó que si lograba colarse, una vez en el interior le prestaría una bata de médico para que cumpliera su misión.

Llegó a la esquina de Pescaditos y Revillagigedo, y simuló que sufría un ataque cardiaco. Una viejecita bondadosa, al verlo en tan mala situación, se apresuró a pedir una ambulancia a la Cruz Verde. A los pocos minutos, a bordo de una ambulancia, entraba a la cochera de la benemérita institución.
El general José Manuel Núñez, jefe de la policía, se acercó a ver de qué se trataba. Los ambulantes le dijeron que era un pobre hombre que sufría un ataque al corazón. Métanlo al fondo y que se muera el infeliz, masculló el militar que estaba que ni el sol lo calentaba por aquel suceso trágico.

Una vez adentro, el doctor Guízar le avisó al doctor Leñero que El Güero Téllez había logrado filtrarse. Leñero le facilitó una bata blanca y un cubrebocas. Enseguida, el periodista, adoptando un aire lo más doctoral posible, se introdujo al quirófano donde operaban a León Trotski. Instantes después se unió a los cirujanos el doctor Gustavo Baz, quien, creyendo que hablaba con un colega, le contó detalladamente cómo se desarrollaba la intervención quirúrgica.

Como el asunto se ponía difícil, el reportero decidió salirse por peteneras y abandonó la sala de operaciones. Caminando por el patio, se le acercó el general Núñez y le extendió una carta. Puede leer esto, le preguntó enérgicamente. Está escrito en francés, mi general, fue la respuesta del médico. Esta carta se la quitaron al asesino del señor Trotski, le contestó el jefe policiaco. ¿Sabe francés?...Claro que sí general, le respondió con una sonrisa agradecida el Güero, que veía las puertas del cielo abiertas. Tenía el testamento político de Jacques Mornard para él solo. ¡Toda suya la gran exclusiva!

En el famoso testamento, el criminal aseguraba llamarse Jacques Mornard, ser persa, hijo de un diplomático, periodista, y aseguraba que el motivo del atentado obedecía a que el líder lo había desilusionado políticamente. Téllez, luego de entregar la traducción al general, con una copia de la misma se dirigió de regresó al periódico donde escribió la crónica más completa de cuantas se escribieron ese día sobre los sangrientos hechos ocurridos en la fortaleza de Viena diecinueve.

Lo paradójico del caso es que el trabajo periodístico de Eduardo Téllez, no ostentó su firma en el diario para el cual laboraba, se ignoran las razones que tuvo el periódico para no hacerlo. Sin embargo, el London Times publicó aquel material dándole, cosa insólita en nuestro medio, todo el crédito al ingeniero y audaz periodista mexicano.
Este fue alguno de los muchos casos que gracias a su sagacidad, Eduardo Téllez consiguió resolver y plasmar en las páginas de la historia del auténtico periodismo, el que hoy se encuentra más corrompido que nunca por muchos factores que huelga mencionar. A la distancia, podemos decir que Téllez murió en la más oscura miseria, arrimado con un médico amigo suyo en Valle de Castello, en la segunda sección de Valle de Aragón, con una ridícula pensión.

Su máquina de escribir—entonces ni soñar con computadoras—permanece silenciosa, quizá en alguna sucursal de Montepío. Cuando uno sabe que hombres de la talla del Güero Téllez mueren en tan penosa situación, no puede uno más que preguntarse qué es lo que nos lleva a ejercer un oficio tan ingrato como el periodismo.