Vivencias de una costeña Santiagoixcuintlense (II)

Por: Emeria Navarro Narváez

19 / Febrero / 2013

Nunca me acostumbré a pedirle dinero a mis padres, aunque mi mamá discretamente me proveía de lo indispensable; ya en Tepic, me albergué en casa de la familia de mi tío Rosendo Narváez Delgado, como no quería ser una carga, anduve de suplente en el Hospital Central, y ahí comía gratis hasta que nos levantaron el zarzo a un grupo de enfermeras y a mí.


Mis experiencias en este corto tiempo como enfermera hospitalaria, están grabadas con fuego en mi corazón. No olvido al primer paciente que murió bajo mi cuidado: fue Salvador, precioso niño que murió de hidrofobia, su papá pegaba su cabeza en la pared, de desesperación porque él no había admitido que vacunaran al niño después de que lo mordió un perro con rabia. Duré muchas noches sin dormir, recordando la muerte de una parturienta que murió con el niño atravesado en su vientre, sin haber podido nacer. Generalmente estas mujeres llegaban al nosocomio agonizando después de muchas horas de haber intentado dar a luz en su domicilio, casi siempre de un rancho aislado. De todos los fallecimientos los que me dejan más impresionada, son los que acaecen en madres que dejan a sus hijos aún pequeños.

Frecuentemente hacía suplencias en días festivos y en las vacaciones del personal de base. Más de alguna vez bauticé a niños a punto de morir a petición de sus mismos padres, nos proveíamos de agua bendita y un crucifico. Un joven de 20 años fue cercenado de ambas piernas, por el ferrocarril. El paciente estuvo guardando debajo del colchón los polvos analgésicos de don Clemente – un anciano que se encargaba de la farmacia – con el objeto de suicidarse, pero descubrimos sus intenciones y se los quitamos procurando vigilarlo y atenderlo lo mejor que podíamos, en su larga rehabilitación que antes se efectuaba en el hospital. Creo que exageramos los cuidados, porque el joven se enamoró de una de las compañeras enfermeras, a tal grado que le fue difícil a ella librarse de su asedio, a tal punto que pidió su cambio a otra ciudad sin enterar a nadie de su nuevo domicilio.

Sentía que se me desgarraba el corazón cuando con nada calmaba el dolor de ciertas pacientes con cáncer, el demerol ya no les hacía efecto. Algunas señoras se hacían adictas a los medicamentos, a cierto tiempo acudían desesperadas al hospital, exigiendo se les inyectara. El Dr. Cuesta Barrios ordenaba les aplicáramos la inyección alemana que consistían en ámpulas de agua bidestilada bien refrigeradas. Una vivencia imborrable consistió en que sobrecorriendo le aplique a un paciente psiquiátrico una inyección para tranquilizarlo, a través de la cobija en que iba envuelto. Afortunadamente también hubo experiencias gratificantes, cuando lográbamos salvar a alguien que había llegado en estado crítico o la sonrisa de una madre al recibir a su hijito recién nacido.

Cuando viví en casa de mi tío Rosendo Narváez Delgado, en pleno centro de la ciudad, -avenidas México e Insurgentes,- tuve la osadía de poner un letrero que yo misma hice con la leyenda: Se aplican sueros e Inyecciones, no me faltaban clientes, pues en esa esquina era donde pasaban todos los carros que venían por la carretera internacional, especialmente pasaban caravanas de extranjeros que solicitaban mis servicios y yo les cobraba a dólar cada inyección; eso sí, delante de ellos practicaba la técnica de maletín, me lavaba las manos y manejaba todo con pinzas. Afortunadamente jamás tuve un accidente. También atendí algunos partos, eran de gente tan pobre que mejor no les cobraba porque me daba lástima su miseria. Eso sí llegué a atender a la esposa de un gerente de Banco y por supuesto, le cobre bien. Veinticinco años después, en el camión urbano me encontré una señora acompañada de un joven y esta le dijo: mira hijo esta enfermera te trajo al mundo. Me dio cierta emoción y le dije: no señora, la que lo trajo fue usted, yo nomás le ayudé. ¿Cómo está su muchacho? Le pregunté temiendo me dijera que había quedado tarado. Pero ella me contestó orgullosa: Es el mejor de mis hijos, hasta es profesionista.


Ciertamente yo tengo admiración por las parteras empíricas y no empíricas. Recuerdo vagamente a doña Vidalita, una anciana que vivía arriba del Cerro Grande de Santiago, que fue la que atendió a mi madre cuando yo nací, trance que no salió tan bien pues la placenta quedó adherida a la matriz y mi madre tuvo hemorragia hasta que el Dr. Francisco Llanos –médico de mi familia-le practicó un legrado. Eso sí, cuando me bautizaron organizaron una gran fiesta, amenizada por el trovador Arnulfo Zarate, quien era el que mi papá contrataba para llevarle serenata a mi mamá, aún después de casados. Eran tan amigos, que mi papá quiso que le pusieran el nombre de Arnulfo al segundo de mis hermanos. Cuentan que también participó en el agasajo una banda y a tal grado se divirtieron, que se olvidaron de mí, y cuando me buscaron, no me encontraban por ninguna parte, no había energía eléctrica y como yo estaba muy prietita no me veía en lo oscuro, hasta que se les ocurrió asomarse debajo de la cama y estaba yo ahí, ¡plácidamente dormida!


Otras parteras renombradas- según informes de mi tía Teresa, fueron doña Porfiria y doña Tecla, una señora que usaba grandes arracadas de oro y que vivía por el barrio de El número doce en Santiago. A la que conocí muy bien fue a Glafira Modad Santiesteban, sobrina de mi abuelo Job, egresada de la primera generación de enfermeras del Internado Dr. J. Joaquín Herrera, muy eficiente por cierto, durante mi segunda infancia, ella me inyectaba y me atendió cuando estuve grave por la tosferina. Ironías de la vida, ella murió de parto muy joven, por una placenta previa. Gran conmoción me causó verla en su ataúd, con el cadáver de su niñito recién nacido por un lado. ¡Qué drama! Todavía no pasaba el novenario cuando observé a Juan Altamirano –su viudo- en la pérgola, durante la serenata que ofrecían los jalas todos los jueves, interpretando magistralmente en su trompeta, Granada de Agustín Lara, mientras gruesas lágrimas, corrían silenciosamente por sus mejillas.


Más tarde tuve contacto personal con la chaparrita enfermera Hermelinda Ramírez Meli y con la enfermera Delia Ramírez esposa de Honorato Altamirano, ambas prestigiadas parteras de Santiago. Desde luego no puedo dejar de mencionar a mi amiga y comadre, Martha Lilia Muñoz Barajas, quien atendió partos en esta población desde finales de los años cincuenta hasta principios de los sesenta, las últimas parteras de Santiago que yo conocí, fueron Celia Fonseca y Victoria Díaz.

No cabe duda que las parteras han prestado gran servicio a la comunidad, hasta la primera mitad del siglo XX, no hubo médicos ni enfermeras suficientes, además que los esposos no permitían que personas del sexo masculino, conocieran las partes íntimas de sus mujeres, considerando aparte que el costo de la atención del parto por comadronas estaba a su alcance. Las primeras parteras estaban en contacto estrecho con las gestantes desde los primeros meses del embarazo, hasta terminada la cuarentena. Me tocó observar que las parturientas eran objeto de muchos cuidados: no las bañaban de recién paridas hasta muchos días después, las limpiaban con trapos empapados de aceite, les envolvían la cabeza y espalda con una toalla y les ponían medias de popotillo. ¡Imagínense la situación, con el calorcito de Santiago ¡ No les daban de comer más que carne de pollo y unas tostadas de harina llamadas costras, no les permitían ingerir frutas o verduras ni agua fresca porque se le enfriaba la espalda o se les cortaba la leche. Les daban atoles, de preferencia de calabaza, para que abundara el producto lácteo.


Hasta los años setenta el Estado de Nayarit ocupo el primer lugar en Tétanos Neonatal o mozozuelo porque las parteras empíricas no practicaban la asepsia de las tijeras o navajas con las que cortaban el cordón umbilical, además sellaban el muñón de este, dejando caer gotas de glicerina o de sebo caliente. Fajaban al niño a tal grado que no había oxigenación de la herida, lo que propiciaba la proliferación del bacilo Tetani. Mi abuela Cuca tuvo siete hijos y de éstos cuatro varoncitos murieron por esta causa. También era frecuente la fiebre puerperal, por lo que la mortalidad materno –infantil era alta en Nayarit y en la República Mexicana.

Por mucho tiempo, los médicos estuvieron en contra de las parteras empíricas –no se me olvida la película El rebozo de Soledad. A finales de los sesenta, la misma OMS –Organización Mundial de la Salud- comprendió que éstas eran parte del Sistema de Atención a la Comunidad y que no había médicos ni enfermeras suficientes y muchas de las poblaciones aún están incomunicadas, por eso se cambió de táctica y en México se incorporó a las parteras empíricas al seguro social y Secretaría de Salud. Les dio cursos para la atención higiénica del parto y les proporcionó compensación económica y diploma de parteras adiestradas. Hubo enfermeras como mi compañera Felícitas Santos Delgado Fechy que impartía cursos y supervisaba parteras en campo. A mí me tocó más tarde hacer esta labor en los llamados módulos de salud rural.

(Continuará)