Líneas: Cómo combatíamos el calor en Santiaguito

Por: José Ma. Narváez Ramírez.

03 / Junio / 2013

Recuerdo que a mediados del siglo pasado, en la esquina de las calles Hidalgo y 20 de Noviembre, para más señas en los bajos de la casona de los Valdés Huerta, rentaba un cuarto don Rafael Carvajal, peluquero de navaja y cuero, peine y tijera en ristre, que cortaba el pelo a nuestros abuelos y progenitores que usaban el sombrero como un artículo que les enseñoreaba y daba caché complementando el atuendo a la vieja usanza, que llegaban saludando muy ceremoniosos quitándoselo de la cabeza, y lo colgaban en aquellos viejos clavijeros en donde también –cuando llovía- depositaban sus gabardinas o impermeables.

La larga espera se convertía en una interesante participación de charla en la que cada uno de ellos le imprimía su particular sello personal y en la que circulaban las noticias más disímbolas y sorprendentes que escuchaban en la radio o las oían al pasar por el mercado o en las amenas tertulias de la plaza principal, nido de historias y leyendas, mentirillas y consejas, sin faltar las que escuchaban a la salida de la misa o a la hora de oración en el atrio del templo, para después repetirla con sus amigos a la hora de la peluquería.

En estos tiempos del mes de mayo, al filo del mediodía o al caer la tarde las ondas de calor eran insoportables, y las padecían con aquella imperturbable calma característica del provinciano que muchas de las veces capoteaba una fuerte tormenta y aprovechaba la oportunidad para ir a la peluquería, echar la platicona y una copa de vinillo encargado de con doña Gero –la del volantín- en el portal de la presidencia, que en aquellos tiempos celebraba el bello edificio, sus primeros cincuenta años de vida.
Nosotros estábamos muy pequeños, apenas alcanzábamos los seis o siete años de edad, íbamos a la escuelita de don Déme -de la Parroquia- y empezábamos a aprender las primeras lecciones de malicia que en nuestra parva mocedad captábamos entre las pláticas de los mayores, mientras jalábamos un cordel por el que se deslizaba de una carrucha prendida al techo, en cuya extremidad pendía un petate que servía de abanico y proporcionaba ratos de frescura a los clientes del maestro Carvajal.

Nosotros sudábamos a chorros mientras accionábamos el improvisado abanico, pero las propinas que recibíamos –de uno o dos centavos- era el mejor premio que nos daban entre sonrisas y sobadas de casquete a manera de disimulada caricia, que nos brindaban los agradecidos señores.

Ya avanzada la tarde el calor aminoraba y nuestros servicios eran suspendidos por el dueño de la peluquería y tarde se nos hacía para ir a comprar con don Celso –el dueño de la carpa dulcera de la esquina del cuadro- las exquisitas golosinas que nos despachaba Rafaelita su hija, y nos daba de pilón una bola de azúcar quemada.

Eran tiempos de guerra y en nuestra inocencia no imaginábamos el peligro que acechaba a nuestra patria. Nuestros padres se preparaban para el combate e iban integrando tres Escuadrones que se estaban formando en cada uno de los principales municipios Pero Control Señores Control Esa es otra historia que en otra ocasión les iré relatando

Claro, si ustedes me lo permiten
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