Ni aztequizantes ni hispanizantes

Por: César Cruz S.

08 / Julio / 2013

Con el título de Aztecas y Aztequizantes ha aparecido en El Universal de fecha dos de los corrientes, un artículo de Martín Luis Guzmán en el que a propósito de la edición que se está haciendo en Alemania, de la Historia General de las cosas de Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún, vertida directamente del náhuatl al alemán por el exitoso sabio doctor Eduard Seler, nos repite los lugares comunes que hace muchísimos años venimos oyendo a los hispanizantes y enemigos de la civilización indígena, y manifiesta su indignación por que haya quienes se dediquen a desentrañar nuestro remoto pasado con un afán por el que Martín Luis Guzmán los califica de aztequizantes.

Es cierto que hay algunos mal orientados indianistas, que seducidos por la original belleza de aquellas extinguidas culturas, sueñan, si no precisamente en una resurrección de ellas, si en un resurgimiento de la fuerza de la raza indígena que quien sabe como podrían realizar con el auxilio de una civilización que no es la suya, para predominar sobre los individuos de la raza blanca; mas es también cierto que de la independencia para acá han surgido una porción de hispanizantes multiplicados en nuestros días, que parecen empeñados en que México y los demás países de Hispano-América, vuelvan a ser colonias de España, por lo menos moralmente, ya que políticamente sería tan imposible como el restablecimiento del antiguo imperio mexicano.

Unos y otros están en el más grave de los errores.

Es necesario, ya que los indianistas de den exacta cuenta de que al destruir la conquista aquella cultura, dejó a la raza indígena VENCIDA PARA SIEMPRE, como que desde se cebó en lo más selecto de sus clases, destruyéndolas, y después se dedicó a vejarla durante trescientos años, (¡trescientos, nada menos!) en una forma que los hispanistas ignoran o fingen ignorar.

La antigua civilización mexicana, digan lo que quieran esos señores, que no han querido tomarse el trabajo de estudiarla a fondo no sólo en las crónicas, sino también directamente en los códices, los utensilios, los monolitos y los monumentos, fue una civilización original, admirable, de la que nuestro Antonio Caso reconoce que lejos de significar poco en la evolución social del mundo, es, con la cultura incaica, una de las pocas elaboraciones originales de todos los tiempos. Su estilo –agrega- colocase inmediatamente después de las grandes civilizaciones orientales: la china, la indostánica, la persa, la egipcia y la caldea-asiria.

Sus deturpadores, que si no tienen ojos de sabio; menos pueden tenerlos de artista, nos salen siempre con los sacrificios humanos que practicaban y el canibalismo que dizque ejercían nuestros remotos ascendientes.

Tiempo es de acabar con los falsos conceptos y patrañas, Los sacrificios humanos (es preciso repetirlo hasta el cansancio) los practicaron los antiguos mexicanos, al igual que los fenicios, los egipcios, los árabes, los cartagineses, los persas, los griegos, los romanos y casi todos los pueblos de la antigüedad, pero no como manifestación de barbarie, sino simplemente de fanatismo, de la misma manera que España tuvo la inquisición (que trajo a América) con la diferencia que los mexicanos sacrificaban víctimas en honor de un dios colérico, y los católicos hispanos los sacrificaban en honor de un dios todo amor y todo perdón, ya bien distante del dios de a religión mosaica, a quien asimismo animaban cóleras divinas.

Los mexicanos no fueron caníbales y falta a la verdad histórica o miente a sabiendas quien tal afirma. Solían, es cierto, comer la carne de sus enemigos sacrificados, pero únicamente con fines religiosos, como en una especie de comunión, lo cual es del todo diverso a comerla de modo habitual, por vicio o por placer, como lo hacen los verdaderos caníbales o antropófagos. Además no todos la comían; no era, ni aún en esa forma, práctica general entre ellos, la gustaban los sacerdotes y cierta gente principal, según el caso; y fuera de la víctima inmolada, nunca comían los mexicanos la carne humana, ni aún en los casos de mayor apuro, como lo prueba el hambre espantosa que sobrevino en el reinado de Moctecuhzomalihuicamina, en que el pueblo devoró plantas, raíces y sabandijas, vendió a sus hijos a cambio de maíz y aún se vendían a sí propios; muriendo, no obstante, muchísimos, más no se dio el caso de que se devoraran unos a otros, ni de que aprovecharan siquiera los despojos de los muertos, cosa que en iguales condiciones se repitió en el reinado del segundo Moctecuhzoma y cuando el sitio de Tenochtitlan, en que los conquistadores como los testigos presenciales refieren que consumiendo cuanto había comible, sin que legaran a tocar los cadáveres de que estaban sembradas las calles y plazuelas.

Justamente Sahagún, autoridad suprema e indiscutible en asuntos mexicanistas, citado con tanto acierto, pero con fines torcidos, por Martín Luis Guzmán, disipa las dudas sobre lo que acabamos de asentar. Sólo algunos otros cronistas, para mejor justificar la catequización, exageran la nota o alteran los hechos.
Algo tiene el agua cuando la bendicen. Si se publica en Alemania la obra del padre Sahagún traducido directamente del nahoa al idioma de aquel país; si el gobierno mexicano gastó muchos miles de pesos para que el sabio don Francisco del Paso y Troncoso hiciera investigaciones en los archivos de Europa sobre cuanto existe de documentos relativos a nuestra historia antigua y lo publicara, dando preferencia a Sahagún; si la famosa Universidad de Harvard estaba ya emprendiendo la copiadle códice del célebre fraile y hubo de suspenderla cuando se enteró que existía la edición monumental hecha por Troncoso; si una institución tan respetable como la Carnegie, de Washington, gasta fuertes sumas en explorar nuestras grandiosas ruinas en Yucatán; si los sabios de la mayor parte del mundo se interesan tanto por nuestro remoto pasado, es precisamente porque está lejos de ser despreciable merecer, como desea Martín, que se entierre para siempre y se acabe con el coqueteo indigenista.
Si están en un error los que creen en el resurgimiento de la raza indígena y que somos más indios que otra cosa, también lo están los que no somas más que españoles y que nada tenemos de común con los ascendientes de Cuauhtémoc. Somos, queramos o no, el resultado de dos razas y de dos civilizaciones; somos MEXICANOS. En consecuencia, no debemos ni podemos desdeñar, ninguno de nuestros dos antecedentes; pero es necesario ya que en vez de aztequizantes o hispanizantes, nos convirtamos en rabiosamente mexicanos. Nos interesa por igual estudiar la cultura indígena y la española de la Colonia, y si en ello no debe guiarnos el deseo de resucitar prácticas de la primera, menos el de seguir (¡a estas horas!) servilmente las huellas de la segunda.
Asombra ver repetir, todavía con la mayor frescura, a los hispanizantes que México tiene como nueve o diez millones de indígenas, y apenas el resto de mestizos y europeos. Ignoran, lo mismo que no pocos aztequizantes, que a los cuatro siglos de conquista, solo contamos con unos tres millones de indígenas puros, y que e mestizaje, incluyendo naturalmente a los criollos, suma nada menos que alrededor de diez millones de marras, contándose cuando mucho unos setecientos mil extranjeros.

¿Cómo ser, pues, puramente indios o puramente hispanos, si ahí esa masa aplastante de individuos que no somos ni una cosa ni otra, y si las dos juntas? ¿Podrán los indígenas puros, en tan reducido número, volver por antiguos fueros de su civilización y de su raza, cuando incorporados a la cultura europea, su porvenir, como el de sus antecesores, es mezclarse, desaparecer, nada menos? ¿Puede México, como sueñan unos cuantos criollos que no se dan cuenta de en qué país viven, volver a ser colonia de España, espiritualmente siquiera?
Abran los ojos los aztequizantes y convénzanse de que aquí no hubo dominación ni yugo de trescientos años que rompimos al declararnos autónomos porque habíamos llegado a la mayoría de edad, hubo conquista, y de gestación, en tres centurias, de un pueblo nuevo y una nueva raza, que se han acrecentado en un siglo de independencia. Despierten los hispanizantes y convengan en que no hay para qué volver los ojos a la España actual, sino fijarlos aquí y resolvernos a ser mexicanos y nada más que MEXICANOS.
(Continuará)