Líneas: Aquel viejo río Santiago Parte II

Por: José Ma. Narváez Ramírez.

04 / Junio / 2014

La Chata -suegra del recientemente fallecido Cornelio Parra Camacho -El Capitán Chanclas- y doña Lina, esposa de don Poli el birriero, (todos ya fallecidos), fueron dos de las más conocidas señoras lavanderas –que tenían mucha clientela- y que habitaban en las faldas del Cerro Grande de Santiago, en la época en que sus aguas no estaban contaminadas como ahora y la gente de los pueblos aledaños acudía a bañarse en los cuartos de palma que don Félix levantaba frente a los lavaderos de piedra en la temporada de secas, más o menos hacia el oriente en dirección de la casa de don Rafael Tortajada Rivera por la bajada del Cerro Chico, a la altura de donde funciona –posteriormente- la cantina de Los Cargadores que se hiciera famosa por los preparados especiales del Peter. Ahí estuvieron los terrenos donde practicábamos la mayoría de los deportes en la Escuela Secundaria, bajo la dirección del maestro de educación física David Sáenz.

El río se deslizaba tranquilamente permitiendo también del otro lado (de La Presa) que se colocaran lavaderos con sus toldos de palapa, y muchas mujeres iban a asear su ropa llevando a sus hijos con ellas mientras los jóvenes aprendían a nadar y a echarse clavados desde el bordo, y los más pequeños retozaban a su alrededor bajo la atenta mirada de sus progenitoras que ya después de cumplir con la tarea, también aprovechaban el rato para darse un chapuzón con sus vástagos, mientras se acababa de secar la ropa tendida al sol.

Cuando todavía no habían construido el puente sobre la Carretera Internacional, los cargadores pasaban los vehículos de motor y a las personas, en chalanes que funcionaban por medio de cables atados a la orilla remolcando unas batangas grandes, que en tiempos de aguas se reventaban (a veces) y los arrastraba la corriente varios kilómetros río abajo. Esto era a base de fuerza. Cuando funcionó el puente, los cargadores –que seguían transportando gente en canoas y batangas, –ya en tiempo después en lanchas de motor-, idearon levantar un puente con tablones de madera clavada y amarrada a unas vigas que enterraban entre todos con mucho trabajo y no poco ingenio y destreza. Por fin dieron el banderazo de inauguración y se permitió el pase de peatones, y después el de carros, ideando ponerle endebles salidas de emergencia a las personas para que pasaran los vehículos.

Hubo muchos accidentes en el que perdieron la vida cargadores y civiles, y cuando llegaba la inundación con un bramido espeluznante, casi siempre sin avisar, el río se ponía de bordo a bordo y cargaba con puente, árboles, animales, casas, sembrados y niños, jóvenes y adultos, causando penas y dolores, pérdidas y llenando de luto varios hogares, incomunicando a Santiago (nos íbamos a refugiar al Cerro) y algunos poblados cercanos, ya que cortaba el bordo de protección y la carretera Los Corchos, pero al bajar las aguas el limo que dejaban a su paso era un aliciente para la agricultura. Hoy ese limo se está convirtiendo en sal a causa de las presas construidas. Y en la actualidad hay familias que viven en la pobreza siendo propietarias de varias hectáreas de terrenos de siembra.

En aquellos tiempos se organizaban torneos de lanchas y algunos propietarios de camiones tropicales los llevaban a lavar a la orilla del río. Cambiando los lugares en donde las canoas y lanchones subían y bajaban a los pasajeros, dependiendo de los cambios que hacían las corrientes. Había quien se ponía a pescar con anzuelo y cuerda arriba del puente, como un gran diestro en este arte, llamado Humberto Flores Mora, (hijo de don Oswaldo Flores Oyerbides, un extraordinario mecánico que fue maestro en la Preparatoria) y que llevó a sus hijo uno por uno a pescar hasta formar una cauda de cinco y todos regresaba con su presa colgando al hombro.

Por el lado de la zona roja yendo para la bomba había enormes paredones de arena y tierra, en ellos era común ver caimanes de gran tamaño así como grandes parvadas de patos de diversas especies, venados, armadillos, mapaches, culebras y tigrillos. Corría la década de los años treintas.

En la torre de la iglesia anidaban las lechuzas y en altas horas de la noche, cuando la mayoría de la gente dormía, se escuchaba por todo el pueblo el chisssss característico de este animal, y déste lado del río la voz del cargador que hacía el turno nocturno que gritaba: ¡Echa la canoa! Al del otro lado, para pasar a noctámbulos o a uno que otro que se desvelaba o que tenía que hacer el viaje urgente a esas horas.

(Continuará)
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