Numinor: Breve diálogo entre irredentos turistas de lo imposible fugaz

Ángel Agustín Almanza Aguilar

15 / Noviembre / 2017

Aquellos extraños personajes llevaban ya más de tres horas y media con cuarenta y siete y medio segundos sentados, frente a frente, tomando café –(una sola taza había pedido tan solo, y no eran molestados por el propietario por ello, que los conocía muy bien, me enteraría luego)–, en una mesita externa a aquél negocio ubicado al lado del jardín principal de aquella ciudad capital de provincia, sin hablarse. Leían sendos periódicos, sin fumar mucho –sólo lo suficiente para toser dramáticamente y con dignidad de un egregio estoico–. Yo los veía con suma curiosidad y sus rostros me parecían conocidos, sentado en una banca, analizándolos, por lo curioso y extraño de sus conductas cuando –de repente– uno aventó su periódico a una silla y –sin hablar– comenzó amover sus manos con ademanes significativos de estar negando algo, con el cejo fruncido. El otro lo miró y, con otro ademán –de esos que denotan el mandar a uno a la chingada– contestó así a aquél tan esotérico y hermético mensaje, y dio la vuelta a la página del medio informativo que – supuestamente– degustaba.

Un tercer personaje apareció en ese curioso tablao existencial. Era un joven, más, mucho más que ellos, y sería el que los hizo hablar, mascullar, vociferar y hasta aullar melodiosamente.

–Por fin, ¿qué dijeron los perros allá en Comalá, Don Rulfo?–, preguntó a uno, mientras el otro avizoraba tras la hoja del diario.

¿Rulfo? –Me dije–, ¿el del ‘Llano en Llamas’?...

– ¡Ah hola Lamberto! –le contestó el de los ademanes negativos– pues sí, algo entendí, pero la carga, el peso que llevaba sobre mis hombros, no me dejó verlos, sigo, para preguntarles sobre el camino que debía seguir

–Acuérdate que te dije que les compraras aquella luponona a los gitanos que llegaron en marzo al pueblo, y que algún día e iría a servir, como en ese caso–, intervino el otro.

– ¡Pero ellos llegaron a tu Macondo y no a mi Comalá!–, reviró enfático.

– ¡Ah, es cierto!–, reconoció, y volvió a su lectura, siempre con su ojo avizor.

Volviéndose al joven aquél, continuó:

–No se veía rastro de nada Y la carga que llevaba ya estaba cansando mucho; temblaba de frío, demasiado. Pero continué, a tropezones, encogiendo el cuerpo para luego enderezarlo de nuevo, sudando al hablar, en esa noche de luna. Pero tú, ¿sigues insistiendo en que existen los ángeles y que es posible tener comunicación con ellos?...

–Sí; son seres de luz que vienen de una dimensión plenamente espiritual

– ¿No son como esos ladridos de perros a los cuales nadie oye, cuando vas con la carga en los lomos y dentro de la sierra caminando?

–Nó; ellos existen realmente, y son guardianes nuestros, nos cuidan

– ¿De qué nos cuidan?

En eso el otro leyó en voz alta: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo

–Al llegar al pueblo –continuó el tal Rulfo– sobre los tejados brillar vió la luz de la luna la carga que, digo, cada paso que yo daba me hacía doblar las corvas. Sobre todo en los últimos esfuerzos.

Para estas alturas había yo dejado la banca de la plaza y me apoltronaría, prudentemente, en una silla con mesa al frente y a un lado de ellos, para oír mejor y, al mismo tiempo, hacer que no los oía, pero

–Me descoyunté –seguía el narrador narrando–, con la impresión de ser aplastado por la carga que llevaba encima, como un madero en un calvario, y me recosté sobre un pretil de una acera. Destrabé los hilos del fardo aquél y quedó, al fin libre, y entonces comencé en verdad a oír el ladrido de los perros, pero la carga ni eso oyó; no me ayudó siquiera con esa esperanza –concluyó, llorando a moco batiente–.

–Es muy teatrero, no le hagas mucho caso –advirtió el otro–. Mira, allá en mi pueblo, cuando aparecieron los gitanos (que también llevaban un catalejo con el cual, decían, se podía ver, desde cualquier lugar, el interior de las personas), lo que ocasionaron fue la ruina del negocio de los imanes de Don Arcadio, el cual pensó en comprarles aquella lupa, que era del tamaño de un tambor, para –según había visto– quemarles sus carretones y tarots a esos ‘malnacidos’, pero Melquiades lo disuadió. La lupa, que fue comprada con monedas de oro, herencia de los abuelos, se usó para otras cosas como, por ejemplo, arma de guerra y, en una de esas ‘genialidades’ intentonas estúvose a punto de quemar su propia casa Tuvo que ir a devolver la lupa y tratar de recuperar sus monedas, cosa que logró con la bonhomía de la tribu gitana la cual, como ‘consolamentum’, le regaló un antiquísimo mapa – que no era el de Piri Reis, por supuesto– y unas instrucciones de navegación, traducidas al español del manuscrito Voynich. Aquél documento llevaba la firma, auténtica, de un monje alquimista, un tal Roerich Stavenhaussen. Así, al comenzar a estudiarlo, se aisló del mundo, de su familia y de sus amigos y comenzó a hablar solo, repitiéndose a cada segundo y a sí mismo una sarta de conjeturas rocambolescas que no daban crédito ni a su propio entendimiento. Luego, por fin, una madrugada, levantó a los de su familia para –dijo– revelarles un ‘gran secreto’, escena que los niños nunca iban a olvidar, ni las subsecuentes.

Era de golpe, todo el peso de su tormento, con un ambiente de augusta solemnidad, delirando casi por la infatigable vigilia y el lacerante insomnio febril: ¡La Tierra, como la naturaleza humana, es como una cebolla, que tiene varias capas y varios planos dimensionales!. Ahora bien, como estoy de acuerdo con él, es por eso que lo ando buscando a diario y en los diarios, para dialogar con él, y aún no lo encuentro –se quejó amargamente–.

Yo me levanté sigilosamente, con suma prudencia, lentamente de ese escenario tan inverosímil, tratando de hacer el menor ruido posible, para no ser notado y sr llamado a actuar en ese teatro del absurdo; me desaparecí y ya no he vuelto a ese lugar donde conocí a esos dos irredentos turistas de lo imposible fugaz.